La clave era el “torno”, el torno y una campanita. A simple vista ni uno ni otro llamaría la atención en otro contexto fuera de los hechos que voy a relatar, porque el torno no era más que un artefacto de madera encastrado en una pared; y la campana, como todas las campanas, solo estaba para sonar.
Los hechos se sitúan en la Buenos Aires virreinal de fines del siglo XVIII, y tiene como protagonistas a los niños. Por entonces, los infantes no eran sujetos de derechos, y componían un sector social que apenas estaban por encima de las “cosas materiales” y muy por debajo de los animales, principalmente el ganado.
En la aristocrática Buenos Aires del virreinato era frecuente el abandono de niños en plena vía pública. Los neonatos eran descartados (tirados) en campos, baldíos y hasta en plena calle; los que tenían una muerte “digna” morían de hambre y frio, otros eran devorados por perros salvajes y cerdos, y no faltaban los que se ahogaban en las pestilentes aguas de una ciudad que emulaba las grandes urbes de Europa.
Alguien pensó que eso era indigno, no tanto por los niños, sino por los refinados transeúntes que debían toparse con esa “lacerante escena”. Como fuera, y a instancias de un tal Miguel Riglos, en agosto de 1779 (este mes se cumple un nuevo aniversario) se creó por Cedula Real la Casa de los Niños Expósitos.
La flamante institución tenía como misión hospedar a niños y niñas que por distintos motivos habían sido abandonados. Los motivos del desamparo incluían a los hijos incestuosos, los ilegítimos, los nacidos por una violación, y hasta los que serían abandonados por cuestiones económicas. La institución perduró en el tiempo y algunos sostienen que por sus instalaciones pasaron miles de niños.
En la pared del frente de la Casa de los Niños Expósitos había un “torno” de madera encastrado que giraba sobre su propio eje, y al lado, pendiendo de un hilo, estaba la campana. El artefacto servía para que el niño sea colocado allí y la campana alertaba a los funcionarios de la institución que un recién nacido había sido dejado. El objetivo de tal ingeniería era que la persona que dejaba al menor no se conociera con quien lo recibía.
A veces, el pesar de la vergüenza y el pavor de quien dejaba a un niño, impedía que la campana suene, entonces la estática boca de madera y la desidia del funcionario de turno serían testigo de una vida más que se perdía por el frio o el hambre.
La primera en pasar por el torno fue una “negrita”, que con el paso de los días la llamaron Feliciana Manuela. La niña no tenía apellido, ninguno de esos niños tendría apellido, apenas dos nombres y un número que los identificaba como errantes en una sociedad ilustre.
Feliciana rompió las reglas porque la institución había sido creada para “niños blancos”, hijos de “gente de bien” que en el fragor de alguna lucha habían “metido la pata”. Sin embargo, y casi por un capricho de las estadísticas, Feliciana murió a los pocos meses. La mayoría de los niños moriría antes del año. La mortalidad en aquel hospedaje fluctuaba entre el 50% y el 60% de los ingresos, sin embargo, no sería distinta a las cifras en general.
Como burla del destino, o no tanto, la generalidad de los niños de la Casa Expósito eran negros; y había un decoroso, si corresponde el adjetivo para estas situaciones, motivo: sus madres esclavas no querían que sus hijos corran la misma suerte que ellas. A veces, los porqués son tan profundos que sería ingrato juzgar a esas desdichadas.
En el trato cotidiano los niños eran criados por amas de leche y amas de crianza, mujeres de las barriadas bajas que se ganaban la vida cuidando chicos sin apellido. El destino, siempre inquieto, los terminaría uniendo en la desidia, la pobreza y el infortunio.
Si Feliciana Manuela hubiera vivido se habría convertido en criada de alguna casa porteña, al fin de cuentas, ese era el destino que les esperaba a las niñas internadas, en cuanto a los niños, se los entrenaba en oficios y la mayoría de las veces tendrían una servidumbre con la propia institución.
La Casa de los Niños Expósitos funcionó durante más de un siglo para luego convertirse en el Hospital Casa Cuna (como muchos todavía lo conocen) y actualmente Hospital de Niños Pedro Elizalde. En esa línea de tiempo, en esa cronología virtuosa, los niños se convirtieron en sujetos de derechos, personas con capacidad para ser cuidadas y protegidas, no sólo por sus familias, sino por toda la comunidad. Seguramente, y con todos los déficit de época, el torno y la campanita de la Casa de los Niños Expósitos salvaron muchas vidas. Hoy, la protección del niño, de las infancias y la familia salvan muchas más.